martes, 31 de marzo de 2009

Alas de plástico

Sobre las manos, tocando el frío metal, las venas azuladas divergían hacía las falanges, haciendo llegar la sangre hasta las yemas de los dedos, posibilitando asi que Manuel moviera sus manos al sentir el calor helado. La barrera entre lo posible y lo imposible, de saltar o no saltar en marcha, parecía que se encontraba en ese puesto, entre la ciudad que se extiende a sus pies. Debajo suyo, el pavimento rojizo aún parecía firme al tacto. La gabardina beige le ceñía la cintura, que parecia desbordarse, pues ultimamente su dieta se basaba en la bollería industrial del supermercado de la esquina. Bollicaos, panteras rosas, rosquillas glaseadas, mantequilla con sal, sin sal, de sabores, bocadillos de tortilla transgénica, patatas fritas freídas en aceite de couza. Grasas, lípidos saturados, acumulandose dentro de él, el cinturón apretaba. Era la crisis. Comía rápido antes de entrar al trabajo, sin ganas. Un cubículo detrás de otro, millones de cubículos rellenos de especimenes sin personalidad, sin color. Grises al tacto, asperos a la vista. Entraban en manadas a las oficinas, completaban los asientos del metro y autobús, pasadas las ocho de la mañana.

Sube. Baja. Entre las nueve y las diez, alguién gritó demasiado. Los agudos ganaron a los graves y la actividad frenética se responsablizó de no forzar demasiado al capital humano, que se hundía entre los intentos de la sociedad de pararlo todo. Pero la cinética social escapaba a sus deseos, y todo se adentraba en la espiral de raciocinio acelerado, donde hombres y mujeres aceptaban el reto de vivir un rato más en el mundo con el que habian comulgado hasta entonces. Un hombre era víctima de un atraco. En la mano del ladrón, una navaja afilada. En sus caras, miedo e incomprensión. La cartera, el reloj. Corrió con el botín avenida abajo, perdiendose entre las cabezas de la gente desconecedora del hecho delicitivo. Las nubes dejaron que los rayos del sol se introdujeran en las azoteas, la ropa se secaba frescamente en los tendederos, las plantas alzaban sus hojas rezando por unos momentos de paz lúminica; los niños, ajenos a todo, jugaban pateando un balón, con el cometido de meterlo entre dos piedras que simulaban una portería. El timbre del recreó sonó. Iban los niños a aprender a ser mayores responsables.

El sol lo tocó, desde tan arriba que salpicó la gabardina de calor. Se la desabrochó y la barriga tuvo un espacio más donde sentirse a gusto almacenando combustible. Encima, una camisa a cuadros seguía haciendo de tope al calor del sol, que caldeó la barra de metal. Seguia allí parado, esperando que el sol lo tocará como a Ícaro; volar con alas de cera y dejarse caer encima de la Sagrada Familía. El viento de enero movía los flequos de la gabardina cuando el móvil vibró dentro de ella. Se echo mano al bolsillo, pero el móvil no estaba encendido. Su pierna vibraba al son de la canción que se escuchaba a lo lejos, cantada por unas girl scouts que vendían galletas con chocolate. Era la señal que esperaba. Se deshizó de la gabardina, se puso unas alas de plastico deshechable de color verde y azul, ajustandolas en los hombros con correas de nylon. Justo detrás llevaba un pequeño motor de inyección. Cubrió su cabeza con un gorro orejero negro. Y saltó, desde la barrera. Allí abajo no había suelo.

Planeó y planeó, y cuando las corrientes le forzarón a encender el motor, este fue pintando colores de tierra y arcilla entre el firmamento. Haciendo piruetas en espiral, bajando y subiendo encima de las cabezas y las casas poco cuidadas del casco viejo. Allí arriba su barriga no importaba. No importaban sus manos poco cuidadas, como no importaba realmente nada. No tenia hora, no tenia tiempo. Tenia aire entre sus manos, tenia el sol de su lado, y sus alas de plástico no se fundirian al calor del sol. Y así, vió el mar. Estendido, llamandole con sus destellos dorados de la superfície azulada que cada vez tenía más cerca. Paso a ras del puerto deportivo, y siguió volando, sin saber cuanto aguantaría el pequeño motor. Sólo importaba el momento, el dolce far niente marinado, con el olor a salitre y las gaviotes en formación siguiéndole, como una ballena que va a varar a la costa. La ciudad seguía muriendo a cuentagotas, y él revivía de entre los muertos vivientes.