jueves, 20 de noviembre de 2008

La rebelión naranja

Silvia y yo andabámos distraídos por la calle Mallorca.
Así que, de repente, surgió el tema.
"Tu me quieres?"
"Pues claro", subrallé yo.
A ella le pareció una buena respuesta, y yo, para remarcarla aún más, la bese en los labios dulcemente.
Entonces seguimos el paseo vespertino.
Una gran estatúa presidía un congreso de artistas de la calle. Una pancarta lo ponía de manifiesto.
A mi me acababan de dar la nómina y era navidad. Bien, la gente decía "es navidad", "¡vamos a comprar, Jorge!". Yo nunca digo ese tipo de cosas. Supongo que la cosa es esa, que el dinero círcule. No se dónde he leído que al final sólo quedan deudas. Me dieron menos de lo que esperaba por mi trabajo, seguramente en menos de dos semanas la mayor parte habría volado. Pero era navidad.
No sentamos en Verdaguer.
Había dos tíos jugando al ping-pong.
Cuando hablabámos se escapaba un vapor blanco. Era divertido. Sus rizos salían del gorro de lana azul. Comenzamos a hablar de cine. "¿Sabes quien me gusta mucho? Tarantino”. “Tienes que leer el libreto de Pulp Fiction, es divertidísimo”, dijo expulsando una bocanada efímera.
Unos niños jugaban enfrente, dentro de un receptáculo cerrado con toboganes y columpios. "Pero a mi me gusta más el director de Pi, Aranofski. Tiene un manejo de las imágenes único. Claro que es menos violento y más reflexivo”, respondí.
Conectaron el alumbrado: las luces se prendieron. Eran asquerosas, intermitentes y naranjas, y en los ojos de los niños encendían ese pseudo sentimiento de ilusión. Cerca del banco había una fuente, yo me levante a beber. El agua salía de mala gana y estaba helada. Se metió dónde se resguardaba Ryu Murakami y las lechugas submarinas sucumbieron al gélido estado.
“Aranofski no sabe dirigir. Quiero decir, tiene muy buena visión de fotografia, y sabe estructurar la historia, pero se queda corto a la hora de contarla”. Después, ella metió la mano en mi bolsillo, sacó el paquete de tabaco y se encendió un pitillo.
El cálido aroma a nicotina se fue paseando entre su boca y la mía. Nos fumamos las letras del cigarro a partes iguales. Una pelota de ping-pong botó hasta cruzar la calle, el autobús número quince marchaba calle abajo. Los tíos se miraron y sacaron otra pelota, siguieron jugando. La pelota, polizonte ocasional, acompañaba al paso a uno de los pneumáticos traseros, siguiendo su ruta.
Nos levantamos, allí no habia nada que hacer, hacía demasiado frío. “Tengo el culo cuadrado”. Me dio un cachete en las nalgas y volvió a ser redondo. Se holgó un poco la bufanda y dijimos, al unisono en clave de fa: "¡Se acabó el paseo!" y en un momento nos plantamos en casa con nuestras naves espaciales camufladas en botas chirucas.